viernes, 3 de julio de 2009



Sin dejar migas de pan tras de mí
me internaré en un bosque negro,
oscuro como la boca de un lobo negro,
reino de la noche
y de sus tinieblas.

Nunca la rastra multicolor de la vida enlatada
encontrará cabida allí.
Nunca las luces refulgentes del neón
-falsos semáforos llamando al goce de lo advenedizo-,
encontrarán allí su entrada.

Una roca excavada
por milenarios vientos,
por torrenciales lluvias,
por golpes de martillos
surgidos de las entrañas terrestres,
me ofrecerá el refugio que busco.

Aullidos de lobo,
aullidos de lobo solitario,
sin manada,
quebrarán los silencios,
el silencio.

Ojos abiertos,
ojos sabios,
ojos sin párpados
del búho de la noche
proyectarán su luz bella y tranquila.
Serán la sábana que me envuelva.

Un viento frío y seco, seco como el desierto,
moverá las frondosas copas de los árboles.
Bailarán para mí
danzas invernales,
danzas de arrumacos fértiles y gloriosos.

El murmullo lejano del agua
llegará hasta mis oídos desatentos,
traerá el maná que todo lo llena,
agua para la sed,
para esa sed de la lengua y de los dientes,
para esa sed del letargo.

Un manto de incontables luces,
arriba,
allá arriba,
culminará el escenario.
Las luces y el negro.
Diamantes engarzados en éter de betún.

Tumbada, las miraré,
trataré de contarlas,
les pondré nombre.
Nombres.
Nombres.
Nombres venidos de aquí y de allá,
nombres de mi memoria licuada.

Las miraré y,
acostada en la tierra,
me abrazaré a ellas.

Hasta la noche siguiente,
por la mañana.