sábado, 23 de mayo de 2009

EL OLOR


- Aquí huele a madroño. ¿No lo notas?
- ¿A qué has dicho que huele?
- A madroño.
- Esto ya es el colmo; siempre obsesionada con el olor a tabaco de esta casa y ahora es a madroño. Además, ¿por qué sabes que es madroño? A lo que huele es a los litros de colonia que echas cada día para disimular el tabaco.
- ¡Y yo qué sé por qué a madroño! No es a colonia. Yo lo distingo. No puedo saber por qué a madroño. Apenas he visto alguno y nunca los he probado.
- Pues entonces déjate ya de olores. Cada día más maniática.
- No me jodas. Sí, maniática, sí, muy maniática. ¿Y qué? Ojalá no lo fuera. Pero te juro que huele a madroño. ¿No lo notas? ¿No notas un olor extraño en todas partes?
- Déjame. Tengo la cabeza embotada y me la estás poniendo peor. Si huele a madroño, pues vale, a madroño. Ponte a leer, haz algo, olvídate ya.

Salió de la habitación estudio donde estaban los dos y siguió el rastro del madroño, hociqueando por toda la casa como un sabueso, parándose en las esquinas, debajo de las camas, en la alacena, en el frigorífico. Olió los sofás, las cortinas, los edredones. Metió la nariz en cada hueco y en cada escondrijo; abrió cajas, revisó platos, vasos y cubiertos… A madroño. Definitivamente. Y una sensación de tormenta huracanada la hizo girar en su vórtice.

Se sentó en su sillón, encogida, acurrucada, fetal. Al rato un estruendo impredecible salió del techo, ya derrumbado, y, entre cascotes, cientos y cientos de madroños cayeron en tropel sobre el suelo, los muebles, sobre su cabeza, su cuerpo. Granizos enormes y frutales desparramando su olor.

Se levantó como pudo, espantada, todo el espanto reflejado en sus ojos que lloraban histéricos. Saltaba, se revolvía el pelo, tironeaba de su ropa, gritaba. Le gritaba a él.

- ¿Lo ves? ¿Lo ves ahora? Mis manías, Siempre mis manías. ¿Has visto esto?, dime ¿lo has visto? Mira el techo, los madroños. Huele, coño, huele. Dime ahora que no es verdad lo que notaba. Suplicante. ¿Qué ha pasado? Por favor, dime lo que ha pasado.

Las manos cada vez más agitadas, las cuerdas marcándose abultadas en el cuello a punto de estallar, los ojos bañados en sangre.
Dime, dime lo que pasa, por favor, por favor, por favor.

Ahora, cuando un vientecillo empieza a levantarse moviendo las ramas de los sauces e invitando a retirarse, ella sigue recordando todo, todo, en la clínica de reposo donde lleva internada más de quince días. En su cabeza, como golpes de martillo, unas palabras insistentes, tenaces, imborrables, se repiten compulsivas: "el oso y el madroño, el oso y…


marzo, 2009

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