martes, 19 de diciembre de 2006

Pequeño homenaje a una mujer de grafito y lienzo.




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Ya no es muy joven; lleva el pelo largo, largo y lacio cayéndole sobre la espalda. Aros en las orejas, un bolsito colgado al hombro y un top diminuto, demasiado ceñido, que muestra su ombligo y apenas tapa sus pechos como de silicona. Es huesuda, hombro, brazo y clavícula marcados y al final del brazo una mano enormemente larga y fina de uñas cuidadas sosteniendo con languidez un cigarrillo.
Mira de frente, un ligero rictus desde la nariz hasta la boca empieza a marcársele. Finalmente, sus ojos. Lo indescriptible. Enormes, abiertos, perezosamente abiertos. Si te sumerges en ellos puedes ver o tratar de ver o de intuir lo que los ha hecho así, lo que les dio esa expresión, tan suya, tan firme y tan perdida. Como de presa fácil, pero sólo aparentemente fácil, sólo aparentemente. Es mi puta triste. Eso me dicen sus ojos y su escote.
Es la mujer que me hipnotiza, la que miro y contemplo durante minutos casi todos los días.
Ha tenido una vida, ya lo creo que ha tenido una vida; primero de hadas y brujas de cuento, de gritos alborozados de niña, pero una niña que se escapaba sola de vez en cuando a un banco apartado desde donde mirar, sólo mirar.
Seguro que ha tenido una vida como la de todo el mundo, pero reciclada en su cabeza, pasada por el tamiz particular de sus luces y sus sombras.
Ha habido muchos hombres y los seguirá habiendo, lo dicen sus caderas firmes y su vientre plano y sus labios hinchados y carnosos de carmín rojo. Pero hubo uno, sí, hubo uno que le marcó los ojos y se los dejó fijos en un punto lejano de brasas ardiendo y lágrimas de bilis de donde ya no los puede rescatar. Después muchos otros, sólo carne o carne y algo de ternura, hubo palabras para ella, algún susurro de falsa entrega, hubo polvos rápidos y rapaces y noches de invierno donde brazos ajenos, que desaparecerían al amanecer, le quitaban el frío de momento, el frío del cuerpo y el de las pupilas.
Su grito, el grito, el gran grito de su vida lo lleva dentro, pero no lo suelta, no se desgarra, lo asume y lo guarda en ese trozo de su cerebro donde residen su inteligencia y su fatalidad.
Se mira, se gusta, se retoca, se perfila, mueve la melena y sale a la calle. Su vida sólo la reconoce ella; para los demás es esa medio puta, más sobada que un colchón de lana, pero aún muy aprovechable. Para mí es mi puta, mi puta que no cobra nada a cambio, mi puta que sale sola cada noche a cazar para no caer en la tentación de cazarse a sí misma.
Es mía y la tengo en mi cuarto. Alguien la creó y me la regaló; desde donde mires, siempre la ves, a ella, a mi puta triste.